No tuviste
valor para hablar de treguas, porque su nombre te había provocado más guerras
que noches te hicieron falta para olvidarla.
Ella era como
ese frasco de cristal del que pendía una etiqueta que rezaba “pruébame”. Y cada
vez que la probabas, una y otra vez,
Una y
otra vez, te hacía volverte más pequeño.
Son las
cenizas que aún arden cuando recuerdas
Su
silueta dibujada contra el abismo
De ella,
lanzándose al precipicio de tu boca.
Cuando
caerse al abismo de sus labios era la más tierna de las locuras.
Cuando el
precipicio de tu boca era su abismo favorito.
¿Te cuento el final o esperas a verla volver?
Te lo cuento:
La perdiste.
Ahora,
Puedes mirarte
las manos
Y ver
cuántas caricias faltan entre tus dedos.
Y
cuántos anhelos de su espalda sobran en tu vida.
Tantas veces
le susurraste que la querías -sin ser cierto- que ahora que las blasfemias te
han abandonado a tu suerte,
La
soledad cobró metros cuadrados en tu habitación, la misma que le curó las heridas y
le dio alas para hacer camino.
Y
ahora, cada vez que ella vuelve a sangrar en tus heridas,
Ávida de
dolerte en cada milímetro de tus entrañas,
Vuelve a
intentar quemarte con el hielo de sus manos.
Porque ya
no te tocan.
Y hasta el roce de tus manos contra ti, se ha vuelto frío y ermitaño.
Hasta tus pupilas extrañan la incalmable lucha entre la caída del Sol a última hora de la tarde
y la caída de tus ojos a medio desnudo de su cuerpo.
Volvamos al principio;
Te ataste de pies y manos con sus mismas cadenas
el día en que ella las rompió para alzar el vuelo.
Y, entonces, la amaste.
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